Sunday, May 10, 2009
SOBRE EL ARTE Y LA POLÍTICA
(texto extraido del seminario de selección de textos que presentan el pensamiento y los escritos de Vilém Flusser, el arte, coordinado por Wagnermaier, coordinadora del Archivo Flusser, y elaborado por Siegfried Zielinski. Este se realizo gracias a la colaboración de MECAD/ESDi y UNESCO con el Archivo_Vilém_Flusser de Colonia a partir del 28 de octubre de 2004)
El artista es alguien que realiza algo para mostrarlo en público. Lo mismo vale para el político. De hecho, Platón consideraba las palabras “arte” y “política” dos términos para la misma cosa. La pregunta ahora es: ¿por qué ya no compartimos tanto su opinión? (Aunque es posible que algunos de nosotros coincidamos con él en que la política es un arte.) Aquí tenemos la respuesta preliminar: ya no odiamos el arte tanto como él lo odiaba. La razón por la que Platón despreciaba el arte y la política no residía en el hecho de que ambas se muestran, pues, que sepamos, no estaba en contra de la prostitución. La razón era que tanto el arte como la política tratan de imponer ideas (el arte a los objetos, y la política a la gente). Consideraba que si se impone una idea, hay que adaptarla al objeto de dicha imposición: los objetos y la gente. Pero con ello se traiciona la idea. Por ejemplo: si se dibuja un triángulo en la arena, se descubrirá que la suma de sus ángulos ya no es exactamente de 180°, y si se impone un Estado ideal a un pueblo, se verá que dejará de ser ideal. Para comprenderlo, bastará con analizar la idea antes de su imposición y compararla con lo que el artista y el político han hecho con ella. La observación de las ideas, y la observación de ideas mal manejadas muestra que son ideas equivocadas, y a esto se le llama una “opinión”. Platón despreciaba el arte y la política porque desembocan en una opinión, que es lo opuesto a la sabiduría. El que ama la sabiduría (el “filósofo”) es el único crítico de arte y de política (que son la misma cosa con dos términos diferentes), porque es el único que tiene acceso a ideas verdaderas
Veamos cómo el crítico realiza su trabajo. Existe un mercado rodeado de viviendas. En las viviendas hay personas que manejan ideas para imponérselas a algo (por ejemplo, manejan la idea de una olla y se la imponen a la arcilla, o la idea de un zapato y se la imponen a la piel). Una vez terminado todo esto, toman su “obra” y la ponen delante de su puerta: la muestran. Lo hacen porque desean intercambiarla por alguna otra “obra”, como pudiera ser la olla por el zapato. Permítanme un juego de palabras: el mercado se convierte en “foro artístico”. Pero esto plantea un problema: ¿qué criterios gobiernan el intercambio de la olla por el zapato? (¿quién decide cuánto cuesta la olla, cuál es su valor?). He aquí la respuesta: el que ve la olla ideal (y el zapato ideal) conoce su valor real. De manera que el crítico (el filósofo) recorre el mercado (el “foro artístico”), compara las obras expuestas con las ideas vistas en teoría, y define sus valores. Lo que equivale a decir que el filósofo gobierna el mercado (es el “rey” de la ciudad). (Está claro que lo que es válido para ollas y zapatos también lo es para cualquier otra opinión política). Los artistas y los políticos someten sus opiniones al juicio de los filósofos (gústeles o no) porque aquéllos no tienen criterios mejores y no quieren pelearse. Tomemos una aldea medieval como ejemplo: está rodeada de muros que abren sus puertas cada día de la semana menos el domingo, y por allí dejan entrar los productos de los campos aledaños: huevos y harina, por ejemplo. Esos productos de la “economía” se muestran en el mercado por uno de sus costados, y las “obras de arte” (las ollas y los zapatos) se muestran por el otro. Entonces el filósofo (el obispo) sale de su catedral, llega hasta el mercado y fija el precio real del intercambio, el praecium iustum . Su crítica es la única autorizada (es el rey de la ciudad) y si se impugna su autoridad habrá guerra entre la
aldea y los campos, y entre las distintas calles en que se han dividido los oficios. Así que la crítica artística es algo de vida o muerte, y el que oponga su opinión a la crítica teórica (autorizada) será quemado públicamente. Esto es aceptado “católicamente” (por todo el mundo).
Pero a lo largo de los siglos XIV y XV, los artistas (artesanos) se rebelaron contra los filósofos, y los depusieron. Sus razones son complicadas, pero pueden plantearse de manera sencilla: los filósofos no estaban de acuerdo entre sí en cuanto a la verdad con la que hay que ver las ideas. Según una escuela de pensamiento (los “realistas”), las ideas pueden descubrirse mediante la lógica; según la otra escuela (los “nominalistas”), las ideas se revelan exclusivamente mediante la fe ( sola fide ). Pero si las autoridades se altercan de esta manera, entonces sus criterios pierden validez. Los artesanos entraron en la contienda y se hicieron cargo del gobierno de la ciudad. La política se hizo cargo y sometió la teoría a sus objetivos. El artesano no comparte la opinión teórica de que está traicionando las ideas. Por el contrario, el artesano sostiene que está inventando ideas cada vez mejores, ideas que pueden seguir mejorándose según se vayan imponiendo a distintos objetos y gentes. Sostiene que las ideas son modelos que pueden actualizarse, y que el objetivo de la teoría es facilitarles a los artesanos modelos mejores. El resultado de toda esta revolución (esta sumisión del trabajo teórico) es la ciencia y la tecnología modernas, que desembocan en la Revolución Industrial. Ahora analicemos lo que todo esto conllevó para los filósofos (que ahora será mejor denominar “intelectuales”). Fueron expulsados del gobierno, encerrados en guetos donde eran alimentados por los políticos, para que pudieran elaborar modelos. Los políticos los dividieron en dos clases: una debía producir modelos útiles para el trabajo (los científicos, los técnicos, los que proponían modelos cada vez mejores), y la otra debía producir modelos para divertir a los políticos, cuando éstos no estuvieran trabajando (los “artistas” en el sentido moderno de la palabra). Es la división moderna de nuestra cultura en “dura” y “suave”. Y el gueto se dividió en dos barrios: las universidades e institutos similares para los sirvientes, las academias e institutos similares para los payasos. Pero el gueto planteaba un problema para los artesanos que gobernaban ahora la ciudad: ¿qué podía hacerse para evitar que los intelectuales se escaparan y se mezclaran en la política (el gobierno de la ciudad)? ¿Cómo evitar que mordieran la mano que les daba de comer?
La solución fue rodear el gueto con un aura de gloria, darles a los intelectuales un “status social”. El “gran científico” infantil y el “gran artista” que vive en un aislamiento esplendoroso fueron expuestos al mundo. Pero esta solución no resultó perfecta. Los intelectuales útiles (los científicos) seguían creyendo que perseguían “ideas verdaderas” y no solo modelos para mejorar progresivamente la producción industrial. Y los intelectuales inútiles (los artistas) seguían creyendo que perseguían modelos para nuevas experiencias ( aistehsthai = experimentar) y no solo decorados para las paredes. Y esto constituía un peligro: los científicos pueden descubrir modelos que vuelvan a los políticos obsoletos (en una producción industrial y en el gobierno de la ciudad), y los artistas pueden descubrir modelos que muestren que el trabajo no es la única fuente de valor, y que, por lo tanto, el artesano (el industrial) no es necesariamente el mejor rey de la ciudad. En resumen: se creó en el gueto un ambiente contrarrevolucionario, y los intelectuales (los filósofos) no aceptaron nunca su sometimiento a los artesanos (los
políticos). Lo sorprendente de todo esto es que los artistas en el sentido moderno de la palabra (los payasos) se oponían ahora a los artistas en el sentido clásico de la palabra (los artesanos se volvieron industriales y políticos). Esto se hizo muy evidente poco después de la Revolución Industrial, cuando los artistas románticos, que eran hijos de los industriales, abogaban por la abolición de la industria (de los padres que los alimentaban). Algo más tarde, los artistas preferían morir de tuberculosis en las buhardillas de las ciudades industriales a someterse a sus payasadas. Algo sorprendente porque ¿no están los artistas haciendo exactamente lo mismo que los industriales y los políticos, que es imponerles sus ideas a los objetos? Después de todo, ¿cuál es la diferencia “ontológica” entre una pluma de fuente de plástico, y una pintura o una composición musical? ¿No son todas resultado de una opinión “política”?
Tomemos la pluma de fuente de plástico como ejemplo de este asunto preocupante. Hay una máquina, que es un instrumento construido de acuerdo con los modelos propuestos por los intelectuales útiles (los científicos y los técnicos). Hay un material plástico que se introduce en la máquina desde el exterior. Hay un instrumento en el que se ha inscrito la forma (la “idea”) de la pluma de fuente, y dicho instrumento ha sido elaborado por un constructor de instrumentos que no podemos dejar de llamar un artista. La máquina presiona el instrumento sobre el material plástico (“trabaja”) y vemos cómo de allí salen plumas de fuente de plástico, cada una casi exactamente igual a las demás. Según los políticos en el poder, el “valor” de esas plumas proviene del “trabajo” (de la maquinaria que les pertenece y en la que han invertido los resultados de sus esfuerzos anteriores). Pero según el constructor de instrumentos (el artista), el valor de la pluma de fuente no reside en el trabajo que la produjo (ni en el material plástico), sino en su forma: valen lo que valen debido a su forma de pluma de fuente, debido a su idea. Y no es por lo tanto el político, sino el filósofo (el que ve la idea) el que debería criticarla. Nos encontramos con una situación realmente curiosa: en cuanto el artista se convierte en rey (cuando se transforma en industrial), le da vida a un nuevo tipo de artista, al que considera su propio payaso, pero le niega el derecho a juzgarlo y lo somete, por voluntad propia, a la crítica teórica y filosófica. Esto puede parecer divertido, pero es uno de los aspectos cruciales de la situación actual.
En la situación actual, el trabajo se ha dividido en dos gestos diferentes: un gesto “suave” y uno “duro”. El gesto suave se ocupa de los símbolos, cuyo resultado es la elaboración de modelos, mientras que el gesto duro le impone esos modelos a la materia. El gesto suave lo llevan a cabo personas a las que debemos llamar “artistas”, equipados con ordenadores y otros aparatos similares. El gesto duro lo llevan a cabo las máquinas, cada vez más automatizadas. En esta transformación del trabajo hay varios aspectos que nos sorprenden. El primero es que la imposición actual de una forma sobre un material (“trabajo” en el sentido estricto) se ha vuelto un gesto mecánico, ha dejado de ser humano. El segundo aspecto es que esas personas que manejan los símbolos para convertirlos en modelos (los “programadores de la máquina”, la “gente del software ”), aunque son “artistas” (porque entregan “ideas”), son también “filósofos” (porque no aplican esas “ideas”). Y el tercer aspecto es que ya no tiene mucho sentido querer clasificar esas personas en útiles y divertidas, en siervos y payasos, porque los modelos
que elaboran son a la vez “científicos y técnicos” (pueden aplicarse al trabajo) y también “artísticos” (se han concebido para que sean agradables). En otras palabras: la situación actual ya no la pueden analizar ni Platón ni los políticos.
Platón no podría porque de pronto tenemos personas que contemplan formas (que viven en la “teoría”), pero que manejan las formas mientras las miran (en la pantalla de un ordenador, por ejemplo). Estas personas son artistas que se han vuelto filósofos, o filósofos que se han vuelto artistas. Y los políticos no pueden analizarla porque de pronto tenemos personas que programan el trabajo (que lo “gobiernan”) sin tener que ser necesariamente dueños de las máquinas, y sin haber abandonado su gueto. En otras palabras: de pronto tenemos aquí personas que demuestran que la “teoría” y el “arte” pueden fusionarse, y que el “arte” y la “política” pueden significar dos formas de vida totalmente diferentes. Unos cuantos párrafos antes parecía divertido, cuando se dijo que el artista convertido en rey se somete, por su propia voluntad, a la crítica teórica. Ya no parece tan divertido. Ahora significa que el artista-rey somete sus modelos a su propia crítica teórica, antes de alimentarlos a las máquinas que las descodifican automáticamente y las convierten en un material duro. Esto significa ahora, en otras palabras, que la crítica artística ya no participa cuando la obra ya está terminada, sino que es ahora parte integrante del proyecto de trabajo (su programa). Ya no existe ningún sentido en querer criticar las obras: ya han sido criticadas antes de ser ejecutadas. He aquí la situación como va surgiendo: los artistas (la gente que gobierna las formas con vistas a su aplicación) gobiernan la ciudad. Se les conoce como “analistas de sistema”, “futurólogos”, “tecnócratas”, “integrantes de los medios de comunicación de masas”, etc. No gobiernan la ciudad. No gobiernan la ciudad mediante la aplicación directa de sus modelos, sino mediante la programación de las máquinas (y de la gente). En este sentido, son “filósofos”: contemplan las formas, tienen una visión teórica. Es posible que los políticos todavía no se hayan percatado de ello, pero se han convertido en autómatas programados por esos “filósofos-artistas”. Es por ello que ya no podemos estar de acuerdo con Platón cuando mete el arte y la política en el mismo saco: se ha desechado la política, y el arte gobierna ahora la ciudad.
El artista es alguien que realiza algo para mostrarlo en público. Lo mismo vale para el político. De hecho, Platón consideraba las palabras “arte” y “política” dos términos para la misma cosa. La pregunta ahora es: ¿por qué ya no compartimos tanto su opinión? (Aunque es posible que algunos de nosotros coincidamos con él en que la política es un arte.) Aquí tenemos la respuesta preliminar: ya no odiamos el arte tanto como él lo odiaba. La razón por la que Platón despreciaba el arte y la política no residía en el hecho de que ambas se muestran, pues, que sepamos, no estaba en contra de la prostitución. La razón era que tanto el arte como la política tratan de imponer ideas (el arte a los objetos, y la política a la gente). Consideraba que si se impone una idea, hay que adaptarla al objeto de dicha imposición: los objetos y la gente. Pero con ello se traiciona la idea. Por ejemplo: si se dibuja un triángulo en la arena, se descubrirá que la suma de sus ángulos ya no es exactamente de 180°, y si se impone un Estado ideal a un pueblo, se verá que dejará de ser ideal. Para comprenderlo, bastará con analizar la idea antes de su imposición y compararla con lo que el artista y el político han hecho con ella. La observación de las ideas, y la observación de ideas mal manejadas muestra que son ideas equivocadas, y a esto se le llama una “opinión”. Platón despreciaba el arte y la política porque desembocan en una opinión, que es lo opuesto a la sabiduría. El que ama la sabiduría (el “filósofo”) es el único crítico de arte y de política (que son la misma cosa con dos términos diferentes), porque es el único que tiene acceso a ideas verdaderas
Veamos cómo el crítico realiza su trabajo. Existe un mercado rodeado de viviendas. En las viviendas hay personas que manejan ideas para imponérselas a algo (por ejemplo, manejan la idea de una olla y se la imponen a la arcilla, o la idea de un zapato y se la imponen a la piel). Una vez terminado todo esto, toman su “obra” y la ponen delante de su puerta: la muestran. Lo hacen porque desean intercambiarla por alguna otra “obra”, como pudiera ser la olla por el zapato. Permítanme un juego de palabras: el mercado se convierte en “foro artístico”. Pero esto plantea un problema: ¿qué criterios gobiernan el intercambio de la olla por el zapato? (¿quién decide cuánto cuesta la olla, cuál es su valor?). He aquí la respuesta: el que ve la olla ideal (y el zapato ideal) conoce su valor real. De manera que el crítico (el filósofo) recorre el mercado (el “foro artístico”), compara las obras expuestas con las ideas vistas en teoría, y define sus valores. Lo que equivale a decir que el filósofo gobierna el mercado (es el “rey” de la ciudad). (Está claro que lo que es válido para ollas y zapatos también lo es para cualquier otra opinión política). Los artistas y los políticos someten sus opiniones al juicio de los filósofos (gústeles o no) porque aquéllos no tienen criterios mejores y no quieren pelearse. Tomemos una aldea medieval como ejemplo: está rodeada de muros que abren sus puertas cada día de la semana menos el domingo, y por allí dejan entrar los productos de los campos aledaños: huevos y harina, por ejemplo. Esos productos de la “economía” se muestran en el mercado por uno de sus costados, y las “obras de arte” (las ollas y los zapatos) se muestran por el otro. Entonces el filósofo (el obispo) sale de su catedral, llega hasta el mercado y fija el precio real del intercambio, el praecium iustum . Su crítica es la única autorizada (es el rey de la ciudad) y si se impugna su autoridad habrá guerra entre la
aldea y los campos, y entre las distintas calles en que se han dividido los oficios. Así que la crítica artística es algo de vida o muerte, y el que oponga su opinión a la crítica teórica (autorizada) será quemado públicamente. Esto es aceptado “católicamente” (por todo el mundo).
Pero a lo largo de los siglos XIV y XV, los artistas (artesanos) se rebelaron contra los filósofos, y los depusieron. Sus razones son complicadas, pero pueden plantearse de manera sencilla: los filósofos no estaban de acuerdo entre sí en cuanto a la verdad con la que hay que ver las ideas. Según una escuela de pensamiento (los “realistas”), las ideas pueden descubrirse mediante la lógica; según la otra escuela (los “nominalistas”), las ideas se revelan exclusivamente mediante la fe ( sola fide ). Pero si las autoridades se altercan de esta manera, entonces sus criterios pierden validez. Los artesanos entraron en la contienda y se hicieron cargo del gobierno de la ciudad. La política se hizo cargo y sometió la teoría a sus objetivos. El artesano no comparte la opinión teórica de que está traicionando las ideas. Por el contrario, el artesano sostiene que está inventando ideas cada vez mejores, ideas que pueden seguir mejorándose según se vayan imponiendo a distintos objetos y gentes. Sostiene que las ideas son modelos que pueden actualizarse, y que el objetivo de la teoría es facilitarles a los artesanos modelos mejores. El resultado de toda esta revolución (esta sumisión del trabajo teórico) es la ciencia y la tecnología modernas, que desembocan en la Revolución Industrial. Ahora analicemos lo que todo esto conllevó para los filósofos (que ahora será mejor denominar “intelectuales”). Fueron expulsados del gobierno, encerrados en guetos donde eran alimentados por los políticos, para que pudieran elaborar modelos. Los políticos los dividieron en dos clases: una debía producir modelos útiles para el trabajo (los científicos, los técnicos, los que proponían modelos cada vez mejores), y la otra debía producir modelos para divertir a los políticos, cuando éstos no estuvieran trabajando (los “artistas” en el sentido moderno de la palabra). Es la división moderna de nuestra cultura en “dura” y “suave”. Y el gueto se dividió en dos barrios: las universidades e institutos similares para los sirvientes, las academias e institutos similares para los payasos. Pero el gueto planteaba un problema para los artesanos que gobernaban ahora la ciudad: ¿qué podía hacerse para evitar que los intelectuales se escaparan y se mezclaran en la política (el gobierno de la ciudad)? ¿Cómo evitar que mordieran la mano que les daba de comer?
La solución fue rodear el gueto con un aura de gloria, darles a los intelectuales un “status social”. El “gran científico” infantil y el “gran artista” que vive en un aislamiento esplendoroso fueron expuestos al mundo. Pero esta solución no resultó perfecta. Los intelectuales útiles (los científicos) seguían creyendo que perseguían “ideas verdaderas” y no solo modelos para mejorar progresivamente la producción industrial. Y los intelectuales inútiles (los artistas) seguían creyendo que perseguían modelos para nuevas experiencias ( aistehsthai = experimentar) y no solo decorados para las paredes. Y esto constituía un peligro: los científicos pueden descubrir modelos que vuelvan a los políticos obsoletos (en una producción industrial y en el gobierno de la ciudad), y los artistas pueden descubrir modelos que muestren que el trabajo no es la única fuente de valor, y que, por lo tanto, el artesano (el industrial) no es necesariamente el mejor rey de la ciudad. En resumen: se creó en el gueto un ambiente contrarrevolucionario, y los intelectuales (los filósofos) no aceptaron nunca su sometimiento a los artesanos (los
políticos). Lo sorprendente de todo esto es que los artistas en el sentido moderno de la palabra (los payasos) se oponían ahora a los artistas en el sentido clásico de la palabra (los artesanos se volvieron industriales y políticos). Esto se hizo muy evidente poco después de la Revolución Industrial, cuando los artistas románticos, que eran hijos de los industriales, abogaban por la abolición de la industria (de los padres que los alimentaban). Algo más tarde, los artistas preferían morir de tuberculosis en las buhardillas de las ciudades industriales a someterse a sus payasadas. Algo sorprendente porque ¿no están los artistas haciendo exactamente lo mismo que los industriales y los políticos, que es imponerles sus ideas a los objetos? Después de todo, ¿cuál es la diferencia “ontológica” entre una pluma de fuente de plástico, y una pintura o una composición musical? ¿No son todas resultado de una opinión “política”?
Tomemos la pluma de fuente de plástico como ejemplo de este asunto preocupante. Hay una máquina, que es un instrumento construido de acuerdo con los modelos propuestos por los intelectuales útiles (los científicos y los técnicos). Hay un material plástico que se introduce en la máquina desde el exterior. Hay un instrumento en el que se ha inscrito la forma (la “idea”) de la pluma de fuente, y dicho instrumento ha sido elaborado por un constructor de instrumentos que no podemos dejar de llamar un artista. La máquina presiona el instrumento sobre el material plástico (“trabaja”) y vemos cómo de allí salen plumas de fuente de plástico, cada una casi exactamente igual a las demás. Según los políticos en el poder, el “valor” de esas plumas proviene del “trabajo” (de la maquinaria que les pertenece y en la que han invertido los resultados de sus esfuerzos anteriores). Pero según el constructor de instrumentos (el artista), el valor de la pluma de fuente no reside en el trabajo que la produjo (ni en el material plástico), sino en su forma: valen lo que valen debido a su forma de pluma de fuente, debido a su idea. Y no es por lo tanto el político, sino el filósofo (el que ve la idea) el que debería criticarla. Nos encontramos con una situación realmente curiosa: en cuanto el artista se convierte en rey (cuando se transforma en industrial), le da vida a un nuevo tipo de artista, al que considera su propio payaso, pero le niega el derecho a juzgarlo y lo somete, por voluntad propia, a la crítica teórica y filosófica. Esto puede parecer divertido, pero es uno de los aspectos cruciales de la situación actual.
En la situación actual, el trabajo se ha dividido en dos gestos diferentes: un gesto “suave” y uno “duro”. El gesto suave se ocupa de los símbolos, cuyo resultado es la elaboración de modelos, mientras que el gesto duro le impone esos modelos a la materia. El gesto suave lo llevan a cabo personas a las que debemos llamar “artistas”, equipados con ordenadores y otros aparatos similares. El gesto duro lo llevan a cabo las máquinas, cada vez más automatizadas. En esta transformación del trabajo hay varios aspectos que nos sorprenden. El primero es que la imposición actual de una forma sobre un material (“trabajo” en el sentido estricto) se ha vuelto un gesto mecánico, ha dejado de ser humano. El segundo aspecto es que esas personas que manejan los símbolos para convertirlos en modelos (los “programadores de la máquina”, la “gente del software ”), aunque son “artistas” (porque entregan “ideas”), son también “filósofos” (porque no aplican esas “ideas”). Y el tercer aspecto es que ya no tiene mucho sentido querer clasificar esas personas en útiles y divertidas, en siervos y payasos, porque los modelos
que elaboran son a la vez “científicos y técnicos” (pueden aplicarse al trabajo) y también “artísticos” (se han concebido para que sean agradables). En otras palabras: la situación actual ya no la pueden analizar ni Platón ni los políticos.
Platón no podría porque de pronto tenemos personas que contemplan formas (que viven en la “teoría”), pero que manejan las formas mientras las miran (en la pantalla de un ordenador, por ejemplo). Estas personas son artistas que se han vuelto filósofos, o filósofos que se han vuelto artistas. Y los políticos no pueden analizarla porque de pronto tenemos personas que programan el trabajo (que lo “gobiernan”) sin tener que ser necesariamente dueños de las máquinas, y sin haber abandonado su gueto. En otras palabras: de pronto tenemos aquí personas que demuestran que la “teoría” y el “arte” pueden fusionarse, y que el “arte” y la “política” pueden significar dos formas de vida totalmente diferentes. Unos cuantos párrafos antes parecía divertido, cuando se dijo que el artista convertido en rey se somete, por su propia voluntad, a la crítica teórica. Ya no parece tan divertido. Ahora significa que el artista-rey somete sus modelos a su propia crítica teórica, antes de alimentarlos a las máquinas que las descodifican automáticamente y las convierten en un material duro. Esto significa ahora, en otras palabras, que la crítica artística ya no participa cuando la obra ya está terminada, sino que es ahora parte integrante del proyecto de trabajo (su programa). Ya no existe ningún sentido en querer criticar las obras: ya han sido criticadas antes de ser ejecutadas. He aquí la situación como va surgiendo: los artistas (la gente que gobierna las formas con vistas a su aplicación) gobiernan la ciudad. Se les conoce como “analistas de sistema”, “futurólogos”, “tecnócratas”, “integrantes de los medios de comunicación de masas”, etc. No gobiernan la ciudad. No gobiernan la ciudad mediante la aplicación directa de sus modelos, sino mediante la programación de las máquinas (y de la gente). En este sentido, son “filósofos”: contemplan las formas, tienen una visión teórica. Es posible que los políticos todavía no se hayan percatado de ello, pero se han convertido en autómatas programados por esos “filósofos-artistas”. Es por ello que ya no podemos estar de acuerdo con Platón cuando mete el arte y la política en el mismo saco: se ha desechado la política, y el arte gobierna ahora la ciudad.